En la “L” había tiempo para creer en algo superior, para
hablarle, quejarse o solicitarle favores. Allí no existía iglesia, pero si
santuarios en los que cada uno creía libremente. Lugares para tener esperanza
en medio de la oscuridad.
La virgen también marcaba el territorio de una persona. Ese
espacio era adquirido con experiencia, conocimiento y valor. Sólo quien llevaba
muchos años allí tenía “su pedazo”, “su creencia”.
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